Buenos Aires, lo sabemos, es una ciudad compleja, abigarrada, tumultuosa y
diversa en la que nada transcurre de manera lineal ni absoluta y en la que es
fundamental estar atentos a los matices, las contradicciones y las opacidades
de una megalópolis cargada de historia y atravesada por los más variados estados de ánimo. Es una
ciudad bombardeada sin piedad por los dispositivos mediáticos y una caja de
resonancia de lo sustancial y de lo insignificante. Centro capitalino de un
país que prefiere, a veces, verse a sí misma como una cápsula que flota en su
propio éter mientras que el resto del país va por otro lado.
Buenos Aires ha sido, al mismo tiempo, la ciudad de la Revolución de Mayo y
la ciudad de la contrarrevolución, la de los jacobinos encabezados por Moreno,
Castelli y Monteagudo y la del pliegue conservador representado por Saavedra.
Fue también la de Caseros y Pavón anticipada por los conflictos entre federales
y unitarios, la de un puerto convertido, por gracia de una clase dominante y
usufructuaria de sus riquezas, en centro hegemónico de la Nación pero también
la de las rebeldías anarquistas, la del yrigoyenismo fundando una democracia
sin “votos calificados” y la de la Semana trágica, la de la Plaza de Mayo del
17 de octubre que descubrió “el subsuelo de la patria sublevada” y la del
bombardeo despiadado y criminal de la aviación naval contra civiles indefensos
un luctuoso junio del 55; la ciudad de una generación que soñó, un 25 de mayo
de 1973, con tocar el cielo con las manos. Pero también la ciudad del horror y
de la resistencia; la que festivamente salió a las calles en diciembre de 1983
aplaudiendo el retorno de una democracia añorada y la que se desilusionó en las
pascuas de 1987; la que dejó que una mezcla de cinismo y regocijo primermundista
le comiera el alma y la que salió a las calles en diciembre de 2001 cuando todo
parecía incendiarse en el país.
Muchas Buenos Aires en una ciudad cargada de memorias y cicatrices, la que
cobijó a las Madres de la Plaza y la que vio como esa misma plaza se llenaba de
una multitud que vitoreaba a Galtieri. Pero también la del Bicentenario festivo
y la de la tristeza en el adiós popular a Néstor Kirchner. Una ciudad que supo
resistir culturalmente en los momentos de oscuridad, aquella que provino de la
dictadura y aquella otra que provino de corporaciones económicas sólo
preocupadas en acrecentar sus ganancias mientras amplificaban la desolación
social.
Por algunas de estas apresuradas cosas que escribo, por “el amor y el
espanto”, por sus intensidades culturales incomparables, por sus barrios que
cobijan las memorias de una ciudad entrañable, Buenos Aires no es lo que una
elección quiso decirnos que es. No es, ni puede ser, una mayoría inclinada
hacia el macrismo que parece desligarse de su travesía por el tiempo, de sus
hazañas urbanas, de su belleza secreta, de sus transversalidades igualitarias,
de sus poetas y de sus músicos, de sus personajes literarios, de una caminata
mítica por las calles de Saavedra o de encuentros amorosos en el Parque Lezama.
Tal vez por algunas de estas cosas, por mi propia memoria porteña, por los
espectros danzantes de una ciudad amenazada es que quisiera terminar esta carta
a mis conciudadanos con una profesión de fe en el sueño de otra ciudad que se
reencuentre con lo mejor de sí misma:
Hay una ciudad en la ciudad. Una Buenos Aires que no se pinta de amarillo
ni renuncia a sus sueños de igualdad.
RICARDO FORSTER