"La Ciudad
está sin gobierno… Tiene señalética pero no señales que digan que hay una razón
política que la conduce... Una ciudad sin un pensamiento urbano no es una ciudad... Digo que una ciudad es un equilibrio entre su orden demográfico, su
productividad de servicios y su democracia habitacional."
PÁGINA 12 – MARTES 16 DE JULIO DE 2013
Metrópolis
La vida se hizo penosa en la ciudad
de Buenos Aires. De agitada pasó a insultante. Una mirada de penuria puede
abarcarla según emprendamos ciertos recorridos tradicionales. Llegamos por
ómnibus a la terminal de Retiro. El itinerario inmediato ofrece a la vista una
suma de precariedades existenciales que no consiguen disimularse con los
grandes emprendimientos tecnológicos de los alrededores. Se ingresa a la Ciudad
por la mencionada vía de los ómnibus de media y larga distancia, y nos recibe
la Villa 31. Es una Ciudad completa, una metrópolis con callejuelas medievales
y fuerte especulación inmobiliaria capitalista. Una pobreza cuya savia vital es
el ingenio para la sobrevivencia. Pequeños cubos apilados de ladrillos que
parecen pegados con plastilina desafían la imaginación del viandante y su
propia noción de equilibrio físico, si no fuera porque se sabe que los
habitantes que construyen esos minibloques, apiladas cajitas de la existencia
menguada, son sus propios albañiles, bruñidos en el oficio latinoamericano de
construir periferias favelizadas. No es diferente en Río, Caracas o San Pablo.
Varían en esos asentamientos las tradiciones generacionales, los flujos de
llegada, el tipo de organización, el trabajo social de entidades públicas y la
existencia de cadenas de ilegalidad en el comercio de variedad de elixires y
pócimas asociadas tanto con el placer como con el peligro, con los paraísos
artificiales como con la violencia. La palabra eufemística “grupos organizados”
no permite, sin embargo, desconocer la forma clásica de injusticia que allí
habita: es la del trabajador vilipendiado, sometido al goteo de masacres
cotidianas alojadas en los poros de una sociedad entera, sobre la que se
recortan esos frágiles rascacielos de hojalata. Ha pasado más de medio siglo
desde que Bernardo Verbitsky escribió Villa Miseria también es América. La
expresión suena ahora ingenua, la pobreza clásica se hizo cartonera, se la
vistió de uniforme, salió de la ciudad oculta como la forma más descalificada
del acto laboral, al mismo tiempo que una resignación ya establecida la
convertía en un enclave visible pero en verdad nunca totalmente visto en su
desesperanza.
Las villas miserias
son metáforas vivas de la ciudad real, el otro polo de la Argirópolis de
Sarmiento, pero con su civilización en estado de lucha, fundada en la mera
mostración de cómo la erosiona la explotación vil y cómo succiona una
ilegalidad que sería seductora si no fuese indicio del modo en que también son
golpeadas las vidas, infamadas por la propia ciudad marginal, que construyen
sobre las huellas de la ciudad real. Una metrópolis de juguete cuyo reborde
trágico aún memora en último estertor de la vida del padre Mugica. Ellos son la
ciudad utópica, nuestra paraguayeidad y bolivianidad latinoamericanas dentro de
una “metrópolis” que dista cada vez más de la polis democrática que debe
recibir este nombre. El tango fue refutado: no reina del plata; la etimología
griega también: no ciudad madre de ciudades. Son contrapuntos que le son a
Puerto Madero como el capitalismo villero urbano le es al capitalismo urbano
suntuoso.
Luego el
caminante o el automovilista puede explorar con su mirada absorta la
destrucción del viejo paseo público, la Avenida 9 de Julio, en nombre de un
pensamiento mecánico, más apropiado a la vieja película Metrópolis (Fritz Lang,
1925) que al habitar aceptable. Habitar que puede ser rudo pero no sin que se
presente en él, aunque sea fugazmente, una dialéctica conciliatoria con el
equipamiento urbano. Aquí no, impera el constructivismo pretencioso, virulento,
serializado, convertido en una ingeniería de cuerpos que igualan el transitar a
una cinta de montaje y vagones de carga. La Ciudad sin fábricas tendrá en la 9
de Julio un trasbordador fabril, un metrónomo sin música. En vez de paradas de
colectivos, la obligatoriedad de un andén o un muelle. No avenida, no paseo, no
viaje, no árboles. Fondeadero.
Si uno transita
por la estación Chatelet en París puede llevarse una impresión semejante, un
cruce de destinos que prometen el oscuro encanto de una multitud que se dirige
a múltiples direcciones. Es patria subterránea, de una ajenidad que nunca se
subleva. La Avenida 9 de Julio, cuyo obelisco fue criticado por los porteños
viejos por su aire geometrizante, su punta insípida y trivial, su alusión
inocentemente pornográfica, tardó años en ser absorbido por la Ciudad. Podemos
definir una ciudad, entonces, como un mecanismo de absorción, lento y gradual.
Una modesta comilona generacional de calles nuevas, estaciones recientes,
túneles bajo rieles, bares de moda. Pero aquí no hay hipótesis de absorción, de
lenta acumulación sedimentaria, como lo debería ser toda ciudad. Se tarda mucho
en conocerla, en aceptarla, en sacarla de la condición de suma de ghettos, en
soterrar vías, y se tarda poco en hacer de un cine un templo, de un baldío un
supermercado, del rosado almacén de la esquina, un locutorio. Lo nuevo fenece
rápido y una vieja tienda puede dar lugar a efímeras cadenas de quincallería
que incluso puedan ofrecer el nombre de Clandestine y el más cómodo de
Polirrubro.
Incluso las
bicisendas, palabra con remoto sabor aventurero, cuestan ser aceptadas sin que
dejen de ser una futura buena idea. Pero las nuevas señaléticas, que al menos
han sacado la publicidad que otro intendente puso encima de los nombres reales
–una calle podía llamarse Carabobo por debajo y Farmacity por arriba–, no
impiden que se esté gestando un ensayo general de ciudad antagónica a los
hombres, digresiva respecto del habitar, cercada por sitios artificiosos,
réplicas falsificadas de otras memorias urbanas célebres, bares temáticos que
son presa de abusos narrativos que descienden por vía directa de gastronomías
de la globalización, desahuciadas de la gentil permanencia que supieron conocer
antiguos frecuentadores del bar Ouro Preto o incluso en lo que queda del
Tortoni. Y David Viñas en La Paz. “Todo ha muerto, ya lo sé.”
La Ciudad está
sin gobierno, y ésta no es una frase política. Tiene señalética pero no señales
que digan que hay una razón política que la conduce. Cuando París fue
remodelada por Haussmann, abona un propósito político y otro estético. En los
dos casos la ciudad se resentía, aunque el tiempo y una arquitectura prudente
en su espíritu terminaron consumiendo galantemente el engendro. ¿Pero qué
pasará con la Avenida 9 de Julio? Han introducido los carriles de una barbarie
circulatoria. Una ciudad sin un pensamiento urbano no es una ciudad. No digo
que una ciudad deba ser apenas producto del planificador, del ingeniero en
materiales y del diagramador de la eliminación de sus detritus. Digo que una
ciudad es un equilibrio entre su orden demográfico, su productividad de
servicios y su democracia habitacional. Su Plan no consiste en aniquilar su
paisajística, zonificar imitando a Tokio o a Amsterdam, sino convertirse en una
ciudad latinoamericana moderna y cosmopolita, sin fronteras políticas con la
circundante región metropolitana, más allá de las que indique el trazado
administrativo correspondiente.
Hay que
pensarla sin sus banales símbolos de clase, al tiempo que cuidar el patrimonio
heredado de las elites urbanizadoras entre 1880 y 1930 –el puerto, las
diagonales, el Colón, el Congreso, las terminales ferroviarias–, pues ni se
trata de abandonar los viejos hierros de la revolución industrial –el menemismo
quiso hacer un shopping en la estación Retiro– ni de crear cercamientos
culturales sin tejer hilos internos entre ellos, entre el Bafici y Villa 31,
entre su red de museos y sus formas culturales vivas, muchas de las cuales
subsisten en antiguas asociaciones de barrio, de olvidado sabor vecinalista.
Ya cambiar los
viejos vagones del subte A fue un canje desfavorable entre historia y confort.
Derrocar el carácter de paseo público de la Avenida 9 de Julio –lo que ya
implicaba un racionalismo urbano junto al edificio Comega y su antecedente, el
agraciado Kavanagh– implica el modesto sadismo de quienes no se animan a hacer
planeamiento urbano sobre el automóvil individual, y el consiguiente
desequilibrio que en los derechos de circulación se introducen sobre el
territorio que debe ser regido por la imprescindible producción colectiva de
transporte público. Sin duda, antiguos teóricos de las ciudades se equivocaron
al considerarlas tan sólo ámbitos de reproducción de las “fuerzas colectivas”:
trabajo, capital, transporte. Pero como también todo eso lo son, es necesario
contemplar la Ciudad con otras consideraciones no meramente reproductivas (lo
que lleva a verlas como objetos rentísticos o impositivos), sino generadoras de
ciudadanías heterogéneas e interconectadas por un saber urbano que no está mal
llamar utópico, alimentado por la idea de plaza pública no cercada, circulación
descentralizada, respeto paisajístico, apego patrimonial colectivo y justicia
distributiva de la renta urbana.
Una
investigación rigurosa sobre la renta urbana debe ser precedida por el cálculo
proveniente de asignaciones de derechos colectivos fundados en el urbanismo
democrático, respecto del uso de las estructuras y equipamientos públicos. Los
regímenes impositivos no pueden desaprovechar las experiencias participativas,
la ley debe considerar como no foraneidad la de los usuarios de los servicios
que no habitan en ella. Implica esto una reconstrucción política del concepto
mismo de habitante: ciudadano más “urbanita”, es decir, alguien que socializa
lo que usa de la Ciudad y se socializa él mismo, a la manera de un pacto
roussoniano, recibiendo de la polis en tanto individuo la totalidad de
acontecimientos en los que el conjunto participa libremente.
Esto rige
especialmente para los actuales dilemas de las grandes líneas de transporte
ferroviario que provienen de la periferia. Me pongo como individuo y hago la
experiencia colectiva de un viaje donde me recibo democráticamente de
muchedumbre pasajera que llega animosamente a un destino, donde se me devuelve
la idea de viaje personal. Pensar la Ciudad no significa cambiar lotes enteros
de árboles por tres minutos de tiempo que se gana en la circulación. ¡Pobre 9
de Julio! El tiempo de esta Gran Avenida es otro: era un tiempo basado en un
aire que tiene rango de amable sudestada y no de ineficaces pragmatismos,
además de inconsultos.
Hoy, tremendas
leyendas recorren el subconsciente urbano y hay un goce secreto que produce la
vida del miedo, el melindroso llamado a las policías científicas y sus cámaras
de seguridad numeradas, esa comedida CIA porteña, con su otro polo expuesto en
el tic de horror que se desprende de palabras como Ceamse. Pobre destino para
una ciudad que fue sede de los grandes eventos que conmovieron socialmente a la
vida argentina. No dejará de serlo, pero por el tamaño de sus dilemas, por las
decadencia vital originada en un gerenciamiento que disfraza su adocenamiento
con túnicas de modernidad, se la pone en una situación tal que no sería absurdo
hacer nuevamente la siguiente pregunta. Si en un tiempo muy próximo no habrá
que tratar otra vez la mudanza de la capital. Sería el kairós, el supremo
momento de Buenos Aires, con su otro nombre y trasladando muchas de sus
funciones. La oportunidad de remover los obstáculos que ella misma se ha
inferido. País adentro. Con otros acuíferos, nuevas estatuas depositarias de
múltiples historias y la esperanza urbana renovada.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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