MATERIA GRIS
La ciudad y el
fantasma de la aldea global
POR RICARDO
FORSTER
“Una vez descubierta, la ciudad es intensa
y frágil, no podrá encontrarse de nuevo más que a través del recuerdo de la
huella que ha dejado en nosotros: visitar un lugar por vez primera es como
empezar a escribirlo.”
Roland Barthes
La ciudad y la literatura han caminado
juntas, se han entramado la una en la otra hasta volverse indiscernibles, como
si ya no pudiéramos atravesar las calles sin percibir que ciertas escrituras
secretamente invaden nuestro andar. Borges decía que algunos libros tienen la
maravillosa facultad de convertir en recuerdos del lector lo que son
experiencias del autor. ¿Cómo imaginar el París del siglo XIX sin Víctor Hugo y
Charles Baudelaire? ¿Qué decir de San Petersburgo que no aparezca en Las
memorias del Subsuelo de Dostoievski o en La madre de Gorki? ¿Cómo imaginar San
Salvador de Bahía sin Los capitanes de la arena de Jorge Amado o algunas calles
de Lima sin Conversaciones en la catedral, de Vargas Llosa? ¿Acaso esa extraordinaria
y lúgubre ciudad que fue la Londres victoriana no es, en gran parte, el
producto de un Dickens o un Conan Doyle? ¿Y Viena no regresa, una y otra vez,
cuando leemos las páginas autobiográficas de Stefan Zweig y Elías Canetti? ¿Sin
conocer la Dublín de principios de siglo no la hemos internalizado a través de
las aventuras de un sólo día del Bloom de Joyce? ¿La poesía tanguera de un
Homero Manzi no nos ha inventado una Buenos Aires mítica de la misma manera que
también lo hizo con una Montevideo fantasmagórica la escritura de Onetti? ¿No
hemos, acaso, soñado con ciudades en las que nunca estuvimos pero que dejaron
para siempre sus marcas a través de ciertas páginas inolvidables?
Ciudades míticas que conforman un mapa
imaginario cuya realidad es, quizás, más tangible que sus ya desvanecidas
materialidades. Ciudades que buscan refugio en la memoria en una época que
amenaza con destruirlas allí donde esos antiguos espacios públicos y su propia
fisonomía urbana van siendo rapiñados por la voracidad del mercado y de los
intereses privados. Ciudades en las que era posible tejer las experiencias de
la vida y transformarlas en relato sin tener que depender de esas nuevas usinas
del sentido común que han expropiado vertiginosamente aquellas experiencias
para devolvérnoslas enlatadas en el discurso televisivo. Apenas si la
literatura nos guarda, como si fuera un tesoro perdido, los trazos de otra
ciudad y de otra manera de caminarla y de vivirla.
Escribo estas líneas en mi casa de
Saavedra y cómo no recordar inmediatamente las páginas inolvidables de Adán
Buenosayres, páginas en las que participamos de esa mítica e iniciática
caminata nocturna por las calles de un barrio que se ha vuelto literatura
gracias a la fervorosa imaginación de Leopoldo Marechal. La memoria de una
ciudad vive en el escritor y en el caminante, vive en el Borges que ficcionó el
Sur hasta salvarlo para nosotros, sus lectores, de la piqueta modernizadora.
Pero también permanece en el caminante, que como enseñaba Walter Benjamin,
tiene que aprender a perderse entre sus calles para conocerla mejor. Dejarse
llevar por los pasos como si siguiéramos las líneas imaginarias trazadas por la
tinta en un papel secante; descubrir sus dobleces, sus zonas marginales, las
palpitaciones secretas de la ciudad nocturna. Experiencias de una ciudad que se
refugia en el recuerdo, allí donde los urbanismos contemporáneos, dominados por
la furia indiscriminada de la rentabilidad capitalista y de gobiernos que se
vuelven cómplices de esa avidez, la van destrozando con golpes certeros e
impiadosos.
Las marcas y las heridas del cuerpo social
se manifiestan inmediatamente en la geografía urbana de un modo mucho más
preciso que cualquier discurso que intente camuflar la verdad que emana de
calles y barrios. La ciudad se vuelve pintura de una época y de sus múltiples
contradicciones, es el mapa de la desigualdad y de las distancias que, cada
día, se manifiestan con mayor intensidad. Esa misma metrópoli que durante
muchísimas décadas, en el corazón de la modernidad, representó el territorio de
las mezclas y de las oportunidades de ascenso social, el cruce de cuerpos
diferenciados y el encuentro casual junto con violencias represivas que
buscaban impedir su democratización, va volviéndose coto cerrado, espacios
perimetrados por la pertenencia a determinados grupos que viven encerrados en
el interior de fronteras protegidas o nos ofrece la imagen de lúgubres zonas
prohibidas destinadas a la violencia gangsteril y policial, zonas donde los
cuerpos jóvenes caen en las garras de la delincuencia como único modo de vivir
en la ciudad que los aísla, ámbito de lo peligroso y de lo oscuro en el que se
arrojan, como si fuera un enorme vertedero, todas las formas de la miseria, la
exclusión y el desarraigo. Ciudad de los márgenes, oscura, peligrosa, pero
llena de vidas palpitantes que se cuelan en los hogares de los buenos
ciudadanos a través de su presencia en las páginas policiales de los diarios o
en las imágenes de la violencia que aparecen en los noticieros televisivos.
Ciudad en rojo que nos recuerda lo no dicho de nosotros mismos, la otra cara de
esa ciudad “virtuosa” en la que los ciudadanos honestos despliegan sus vidas
autosuficientes que, como en una película de Scorsese, sólo nos devuelve la
imagen en el espejo de nuestros propios prejuicios.
No poder caminar la ciudad de uno es como
perder algo esencial; no recorrer esos otros sitios en los que también se vive
o eludir la presencia del otro atemorizados ante su “peligrosidad”, nos hace
más pobres en todo el amplio sentido de la palabra: pobres de cuerpo y alma.
Vegetar en esa eterna repetición siempre renovada del shopping center supone
ponernos de espaldas a la ciudad moderna para entrar en esa otra ciudad, la del
consumo y la exclusión, la de las imágenes repetidas e insustanciales y la que
ha dejado de sorprendernos hasta hacer casi imposible el hallazgo casual, el
encuentro inesperado, el cruce de miradas que despiertan el deseo. Cuando la
ciudad se transforma de acuerdo a un mapa de agencia de viajes, cuando nuestros
pasos sólo nos llevan hacia lugares previamente esterilizados y seguros, lo que
se extravía es la posibilidad misma de lo inesperado, de aquella materia prima
sin la cual la vida es aquello que poetizó Charles Baudelaire en sus poemas del
Spleen, allí donde la vida urbana nos devuelve la imagen del aburrimiento, el
desasosiego y la banalidad. ciudad pasteurizada, llena de cámaras que registran
todos nuestros pasos mientras el riesgo se agazapa detrás del habitante oscuro
de los suburbios impresentables.
¿Podrá resistir la ciudad a las exigencias
del mercado y de la tecnología? ¿Seremos capaces de reconocer el peligro que se
esconde detrás de las promesas modernizadoras?
La literatura vivió la ciudad como el
ámbito de experiencias capaces de mezclar lo cotidiano con lo extraordinario;
territorio de confluencias, oportunidades, misterios y pesadumbres, un lugar en
el que la vida y sus múltiples contradicciones se convertían en el material
para la escritura. ¿Qué queda de esa pluralidad de voces y del calidoscopio
urbano en el tiempo de la uniformidad, de los barrios privados, de las
autopistas y los espacios cerrados? Del mismo modo que nuestra sociedad se hace
más desigual y vuelve a sus miembros más egoístas, la ciudad, nuestra ciudad,
acompaña ese proceso de desgarramiento del tejido social y expresa también las
nuevas formas de la sensibilidad individualista de la cultura contemporánea,
una cultura atravesada de lado a lado por las formas rutilantes e ilusorias de
las mercancías capaces de reemplazar los encuentros de los cuerpos por la
devoción religiosa de los objetos de consumo.
Junto a la topadora que arrasa con
edificios antiguos lo que se quiebra es nuestra propia memoria que necesita de
referencias concretas, de calles y plazas, de viejos bares que, cuando volvemos
a encontrarnos con ellos, nos remiten al ayer de nuestras vidas. Así como el
individuo de la sociedad posmoderna va desdibujando su identidad hasta perderse
en la homogeneidad del consumo masivo y globalizado, la ciudad experimenta un
proceso similar de arrasamiento de sus particularidades hasta confluir en ese
nuevo espacio urbano que, girando alrededor de la americanización de la
cultura, acaba borrando las diferencias y las originalidades para ofrecernos la
imagen de una repetición infinita plena de estaciones de servicio, shopping
centers, hamburgueserías, autopistas en las que reina su majestad el automóvil,
zonas exclusivas que llevan el sello de los diseñadores de moda y nuevos
edificios para una vida exitosa. Esa ciudad fragmentada y desigual constituye
el punto de cierre de la ciudad moderna, su lugar de clausura allí donde
desaparece toda posibilidad de alquimia y de encuentro entre sujetos diferentes
para ofrecernos la imagen de vidas paralelas que, eso parece, ya no podrán
mezclarse, ni siquiera por casualidad.
Tal vez por eso el recuerdo del 17 de
octubre de 1945 no sea, para nosotros, hoy, más que la evidencia monstruosa de
una “invasión de los bárbaros”, una escena de lo imposible que nos dejó
testimonio de otra época del mundo. Y Algunos preferirían que esa ciudad
popular siguiera viviendo exclusivamente entre las páginas de una novela o en
las investigaciones de los historiadores pero que ya no perturbe más nuestras
existencias burguesas. Lo demás es tarea de la policía.
¿Cómo caminar una ciudad fragmentada? ¿Cómo aprender a perderse en sus
calles, allí donde los territorios están claramente diferenciados y lo
prohibido de ciertas zonas no nace del misterio de sus noches pecaminosas sino
del asaltante que nos espera en cualquier esquina? Buenos Aires por esos azares
del destino resistió hasta ahora aunque con movimientos espasmódicos y
dificultades innumerables, cuando parece que ha bajado definitivamente la
guardia, a la modernización globalizadora, al urbanismo del fast food para, a un
ritmo vertiginoso, recuperar, para nuestra desgracia, el tiempo perdido. Una
nueva furia arrasadora amenaza con hacer de la Buenos Aires en la que crecimos
un mero recuerdo literario. Un aire malsano a negocio inmobiliario viene desde
un gobierno, el de Mauricio Macri, que no puede sino pensar la ciudad desde la
perspectiva de la especulación y la rentabilidad. Algo precioso de nuestra
intimidad y de nuestra biografía se pierde junto con el sistemático borramiento
de la memoria urbana y de la proliferación de una nueva forma de tabicamiento
social. Una profunda transformación cultural va de la mano con las estrategias
de redefinición urbanas allí donde el antiguo espíritu democrático y de
movilidad social, aquel que durante décadas le dio su fisonomía a los barrios
porteños, fue reemplazado –desde los ominosos y oscuros años de la dictadura
genocida que hizo de la ciudad su coto de casa y de terror– por la tan
posmoderna concepción de la fragmentación en la que la proliferación y la
diferencia sirvieron como excusa para clausurar los puntos de contacto e
intercambio. Una mañana cualquiera quizás nos levantemos y por la ventana ya no
veamos las imágenes de la ciudad que amamos, sino el alucinado sueño hecho
realidad de la aldea global.
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